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domingo, 1 de abril de 2018

Bienaventurados los que lloran.

Bienaventurados los que lloran; porque ellos serán consolados.
El sufrimiento. He aquí el gran misterio del cristianismo, la incógnita que jamás se contesta en todas las Escrituras. Esto lo debemos reconocer todos los que creemos en el Dios judío. La pregunta “¿por qué sufrimos?” no tiene una respuesta explícita. Nos debemos conformar diciendo que Dios nos puede entender, que no hay manera más íntima de acercamiento a su creación que por medio del sufrimiento. Jesús sufrió y con el Él, también el Padre.
Jesús habla a los enfermos, a los que sufren, a los que lloran. Nos recuerda aquel Salmo: “los que siembran con lágrimas, cosecharán con gritos de alegría, aunque lloren mientras llevan al saco de semilla, volverán cantando de alegría, con manojos de trigo entre los brazos”. La cosecha que, ciertamente, no será en este mundo; que vendrá por gracia de Dios; los manojos de trigo que serán para saciar esa hambre que no viene por no comer sino por querer conocer algo que está más allá de este mundo. Hambre espiritual, hambre de nuestro Padre.
Dios mismo, pues, consolará a esa creación que hoy sufre. El Maestro no centra su mensaje en los sanos, en aquellos que dicen que no pasa nada, que parecen tener la vida asegurada, que dan la impresión de haber pagado sus cuentas desde antes de entrar a la tienda. No. El sano, dirá en otro pasaje, no necesita médico. Para el enfermo hay un médico. Los que sufren por su falta de espiritualidad y piensan que ya no hay remedio deben escuchar con fuerza las Palabras de Jesús: sí hay salvación, no en este mundo, pero la hay. Allá estaba el Padre, pero ahora, con Jesús, se ha acercado a su creación para recordarnos que detrás de todo esto hay un arquitecto, que no tiene caso honrar la creación sino al creador.
La consolación que necesitan los enfermos, el pañuelo para limpiar lágrimas, la paz, todo eso viene a proclamar Jesús. Alégrate tú, enfermo y doliente, que ha llegado tu Salvador.
Esto suena muy bien desde la tranquilidad de gozar de buena salud. Los enfermos, los que hoy mismo sienten en su cuerpo el sufrimiento, ¿qué dirán? Pienso en Arturo, joven amigo que resume las pérdidas más dolorosas para cualquier ser humano. A los 11 años perdió a su padre, a los 19 a su madre, a los 20 a su novia, a los 21 le detectaron insuficiencia renal y mientras escribo estas líneas, Arturo se encuentra postrado en una deprimente cama de hospital. Lo oigo decir que no quiere volver a tener una relación con Dios. Me oigo decirle que él lo está esperando con los brazos abiertos. Él critica las prácticas hipócritas de la iglesia. Yo le digo que se concentre en su salvación personal. Mientras digo esto, un vecino de cama emite sonidos extraños, ayes de dolor. Mientras le digo que a sus 21 años le queda un futuro lleno de esperanza, él espera a que le hagan una hemodiálisis, sus riñones no funcionan y su cuerpo se llena de toxinas. Le repito que hay algo más que este mundo y él me responde que yo no sé lo que se siente tener una sonda, un aparato en su cuello que hace que su sangre se limpie. Sí: Arturo tiene en su cuerpo la incógnita más profunda e incómoda de la religión, ¿por qué sufre?
No lo sé. Jesús le dice que será consolado. Él grita de dolor. El Maestro enseña que ahí, en medio de esas lágrimas, está un Padre amoroso, presto a consolar

Mateo 5:4 Reina-Valera 1960

Bienaventurados los que lloran,porque ellos recibirán consolación.

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